jueves, 11 de agosto de 2022

MAÑANA SE ACABA EL MUNDO

Por: Mauricio Villanueva
Est. Ciencias de la Comunicación-Comunicación Política UNAM
Colaborador de Revista Divergencia


La forma en que comprendemos el mundo, apreciamos el pasado y vislumbramos el futuro, colectiva e individualmente, está influenciada en una medida importante por las industrias culturales. Un amplio número de películas y series son capaces de crear universos y escenarios lo más realistas posibles para ayudarnos a resolver y entender mejor las complejas interrogantes de la condición humana. Sin embargo, en este camino se han ofrecido respuestas simplistas y erróneas para problemas con un alto grado de profundidad, las cuales pueden ser contraproducentes.


Entre los temas que la industria del cine, la televisión o el streaming han tratado de caracterizar y responder de varias maneras está el fin del mundo. El fatídico momento al que la humanidad parece todavía no llegar ha sido retomado por películas de acción, distopías, historias de suspenso y hasta por producciones con escenarios futuristas altamente esperanzadores, en los cuales la capacidad humana y/o la innovación tecnológica parecen suficientes para resolver cualquier cataclismo, sin importar cuan apocalíptico sea.

Existen varios matices con los que las producciones audiovisuales abordan el tema. Todas ellas, si bien destinadas a gustar, entretener y vender entre los diferentes públicos, reflejan una manera de pensar y de entender la realidad que puede distorsionar la forma en que sus públicos valoran su presente, sobre todo cuando se habla de un suceso presuntamente futuro, que siempre genera cierta expectativa, como lo es el fin del mundo.

Un primer punto que considerar en esos matices es la impresión de que el «fin del mundo» será un momento: un día, una hora, una hecatombe imprevisible (un terremoto, la erupción de un volcán, un tsunami o hasta una invasión extraterrestre); un punto de llegada que intervendrá a la cotidianidad abruptamente. Pensar el fin del mundo como un destino y no como un camino o un proceso que puede ya estar en desarrollo siempre es más tranquilizador y agradable para consumir, pero no necesariamente es la respuesta más certera cuando se hace la pregunta: «¿cómo será el fin del mundo?»

En segundo lugar, varias historias ofrecen una solución a la inminente amenaza del fin, la cual se basa en la capacidad de la humanidad y su tecnología para garantizar la prolongación de la vida. Ejemplos claros son los cruceros espaciales de Wall-e (2009), las arcas de 2012 (2009) o el armamento nuclear estadounidense que salva a la humanidad en Armagedon (1998). La idea de una humanidad que redime sus propios errores o deficiencias es recurrente y útil para hacernos creer que el problema que terminará con la vida como la conocemos todavía está en nuestras manos, que es algo que no ha escapado de nuestro control; que se puede estar a la expectativa respecto al fin del mundo, pero aun así es posible descansar en la seguridad de la fortaleza humana.

A la par de esto último, se alimenta el pensamiento de que el fin del mundo tendrá un carácter democrático. Es decir, en un planeta al borde del colapso, las desigualdades desaparecerán y el acceso al plan salvador de la humanidad se universalizará. Esto sucede de forma implícita cuando, gracias a la hegemonía cultural, se pone a Estados Unidos como el centro del cataclismo y el nido de la solución. En ello se obvian, evitan u omiten, otras realidades regionales y se infiere que, si los norteamericanos se salvan, el resto del mundo correrá con su misma suerte. E invisibilizar las situaciones fatídicas que ya se viven en otras latitudes puede ser parte de la misma ilusión que nubla la percepción del público: todo está bien mientras Estados Unidos no esté mal; el fin del mundo todavía no es.

Sin embargo, esas otras zonas del mundo, excluidas de las narrativas apocalípticas de la industria, viven ya en condiciones que deberían encender las alarmas globales de un inminente final. Guerras, enfermedades (antiguas o emergentes), hambrunas, crisis políticas y económicas, caos climático, persecuciones y escasez de recursos o la convivencia de varias de esas problemáticas son el pan de cada día para muchas comunidades periféricas (Asia, África, América Latina). Cada zona geográfica atraviesa hoy su propio fin del mundo mientras las regiones dominantes y más poderosas siguen esperando, fiel al libreto hollywoodense, a que la estatua de la libertad quede congelada para saber que, entonces sí, <<ya valió>>. En términos reales, fuera de las pantallas, el fin del mundo no es tan democrático como lo pintan.

La costumbre de pensar el también llamado día del juicio final, el fin del mundo, como el acontecimiento que vendrá a romper una rutina de relativa paz y calidad de vida ha hecho mucho daño. Las crisis que hoy aquejan al planeta muestran que el fin del mundo no es un momento, sino un proceso, el cual, hoy, ya tampoco es previsible, evitable y reversible. Ninguna película o serie ha podido conjuntar lo que la Tierra vive en 2022: crisis de todo tipo, en todas partes y al mismo tiempo (sí, aunque suena a título de otra cinta). Y en lugar de un suceso abrupto parece ser una parsimoniosa destrucción, suma de muchos acontecimientos caóticos, la que tendrá que soportar la humanidad durante los próximos años antes de desaparecer.

Tal vez ya sea momento de hablar del fin del mundo como un proceso en el que estamos inmersos, que es cada vez más dañino, menos corregible y frente al cual no se tiene el control anhelado. No hay cruceros estelares para sacar del planeta a 8 mil millones de habitantes, ni energía nuclear que sea usada en pro de toda la humanidad, mucho menos parece haber una conciencia determinante del sistema de producción para detener el excesivo consumo de recursos naturales que cada año se terminan más temprano. La mano destructora de la humanidad no será la mano redentora; hay que dejar de pensar que el fin del mundo es mañana, y no hoy.



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