Por: Mauricio Villanueva
Est. Lic. Ciencias de la Comunicación, UNAM
Colaborador de Revista Divergencia
Desde finales del año pasado, el Gobierno de la Ciudad de México ha hecho pública su intención de dotar de un carácter universal y permanente al programa de becas que ha implementado para las y los estudiantes de educación básica. En la última semana de enero, fue enviada al Congreso de la capital una iniciativa de reforma para elevar a rango constitucional el hasta ahora programa social y convertirlo en derecho de las y los estudiantes de preescolar, primaria y secundaria de la Ciudad, estableciendo, además, que el gasto público destinado a este ejercicio no podrá ser menor en los años siguientes (Arana, 2022).
Las pretensiones de hacer el programa Mi Beca para Empezar de carácter universal y permanente han abierto discusiones sobre el verdadero sentido de otorgar una beca. Por un lado, se piensa que universalizar el estímulo alentaría la mediocridad y anularía las motivaciones de algunos estudiantes sobresalientes porque ya no recibirían un premio por ser los mejores. Del otro lado, existe la postura que defiende a la beca universal como una manera en la que el Estado cumple su función de garantizar a la población, a las infancias en este caso, las condiciones necesarias para aprovechar su educación.
Ambas posturas no son, ni pueden concebirse como, irreconciliables. No debe pensarse que la existencia de una beca universal requiere de una necesaria abolición del premio al mérito o a lo sobresaliente. No obstante, aferrarse a defender un premio a la excelencia auspiciado por el Estado y al mismo tiempo desdeñar un apoyo económico universal es una postura que encuentra su origen en un problema mucho más profundo sobre el cual es necesario reflexionar.
En primera instancia, desacreditar la necesidad de un estímulo universal es negar una realidad de nuestro país, de la propia ciudad capital: la gran cantidad de alumnos que viven en condiciones de pobreza y que van a la escuela muchas veces sin desayunar y sin la garantía de que en su casa tengan algo para comer, circunstancia que merma su capacidad cognitiva y golpea su desarrollo académico. Así, el apoyo trasciende la individualidad del estudiante y alcanza las necesidades de su propia familia. Y aunque ciertamente el mecanismo es mejorable, la necesidad de un estímulo universal que subsane dichos obstáculos para tener una idónea educación pública es innegable.
La otra parte, que alberga el problema más difícil pero menos detectable en esta discusión, tiene que ver con un ejercicio de «desaprender», es la que involucra al dinero como medida de todas las cosas. Pensar que si los estímulos económicos son retirados los estudiantes ya no van a tener motivos para buscar su excelencia, es aceptar, sin que necesariamente se reconozca, un sistema que educa por y para el dinero; una forma de pensar-vivir que condiciona a las infancias a hacer las cosas bien porque a cambio obtendrán recursos económicos que, confirmados por una sociedad de consumo, serán el símil de la felicidad, el éxito y la plenitud en la vida.
Así se educan niñas y niños: estableciéndoles como prioridad la búsqueda de su bienestar personal sin pararse a reflexionar las condiciones propias y ajenas que le han permitido, o no, llegar hasta ahí; no se les anima a una verdadera comprensión de su entorno, al contrario, se les enrola en las dinámicas desiguales que premian el éxito personal y ven el bienestar colectivo como una amenaza a su triunfante individualidad, triunfo reflejado, el grueso de las veces, solo a través de posesiones materiales.
Pero, ¿qué pasaría si un día ese premio, esa beca al mérito y a la excelencia, ya no llegara? ¿Servirían todavía de algo las capacidades matemáticas, las habilidades experimentales o las virtudes analíticas si al final del examen no hubiera un buen fajo de billetes que digan: «sigue así y vendrán más»?
Si la respuesta es que, en efecto, la desilusión será inminente y el conocimiento ya no valdrá, entonces los motivos por los que se aprende se han desvirtuado, pues lo único que está moviendo a la niñez en su educación es, en última instancia, el amor al dinero. ¿Por qué no buscar que las motivaciones educacionales emerjan de un amor al conocimiento, de una pasión por el descubrimiento, de un deseo por mantener vivo el sentido de la sorpresa? ¿Es imposible sembrar la excelencia como parte de una identidad estudiantil, profesional y hasta personal y no como una condición necesaria para alcanzar un beneficio económico-material?
Pero el sistema en el que vivimos es renuente, duro de cambiar, y ha encontrado la manera de poner al dinero como eje rector de la vida con mecanismos que ocultan las desigualdades generadas y estimulan las pasiones personales a su favor: «¿Por qué no voy a tener mi beca, si me la merezco?». Sembrar esta cosmovisión en las infancias es seguir apostando por las mismas desigualdades estructurales que prometen la ilusión, cada vez más lejana, de un mejor porvenir. Cambiar el paradigma, y no tanto las becas, es el reto, pero el posicionamiento frente a una beca puede develar en qué lado de la cancha estamos. No que esté mal, pero sí que sea algo necesario de pensar.
Muy buen artículo
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