jueves, 28 de julio de 2022

EL PARADIGMA DE 1960

Est. De Ciencias de la Comunicación UNAM
Director de Medios Revista Divergencia


En 1960, John F. Kennedy y Richard Nixon, en su calidad de candidatos a la presidencia de Estados Unidos, encabezaron el primer debate televisado de la historia. Se dice que la clave de la victoria de Kennedy esa noche (que al parecer condicionó su futuro triunfo electoral) fue la excelente imagen que dio a los televidentes en comparación con su rival. Esto, además del hito tecnológico que representó, fue para muchos el inicio de una nueva forma de hacer comunicación política: las imágenes por encima de todo.


Aquella tarde de septiembre, el demócrata Kennedy vestía un traje oscuro que lo destacaba en la pantalla a blanco y negro, a diferencia del gris de Nixon que lo desapercibía en ese espectro de luz; el candidato republicano, además, rechazó ser maquillado para las cámaras y estaba recién operado de una pierna, por lo que lucía más cansado que su joven oponente. El impacto de la imagen de ambos fue tal que, para los casi 70 millones de telespectadores, Kennedy se erigió como el ganador y se posicionó esa noche como el candidato preferido para los comicios de ese año, pese a que quienes atendieron el debate por radio (y obviamente no vieron cómo se presentaron ambos personajes) consideraron a Nixon el de mejor desempeño.

Dicho suceso marcó una nueva pauta en la comunicación política para la segunda mitad del siglo XX. La imagen personal se convirtió en prioridad de las campañas políticas; los políticos comenzaron a desarrollar dotes actorales como parte indispensable de su oficio; la arena política de discusión erosionó paulatinamente hasta estructurar el set de un espectáculo mediático. La política se banalizó para convertirse en un producto más de la industria cultural que difundía la televisión y el ejercicio de la comunicación política se combinó cada vez más con el del marketing y la publicidad hasta que estas disciplinas se hicieron casi indistinguibles.

Bien dijo Roland Cayrol en 1977 (casi dos décadas después del debate), que lo que importaba de un político no eran ya “las ideas que expone, el programa que esboza o las fuerzas que le apoyan, sino sus cualidades individuales (…) su físico, su encanto y su sonrisa, la simpatía que emana, su brío, su dominio de la réplica, su sentido del humor (…) todo un conjunto de cualidades que, evidentemente, no tienen por qué ser las esenciales para gobernar”. Y esta forma se convirtió en tradición por varias décadas más.

La estricta vestimenta de etiqueta, el cuidado minucioso-obsesivo de las formas y las formalidades, y la visión idealista de un país representada en la ropa de un político son algunos de los vicios que se produjeron por tomarse demasiado a pecho el peso de la imagen en los políticos y de evaluar sus gestiones (presentes o futuras) solo mediante lo recto de su corbata y lo estético de su peinado. Ser popular y agradable a las cámaras nunca debió significar la garantía de capacidad política ni de gestión de gobierno, y el devenir de la historia lo comprobó.

El desencanto con este tipo de políticos no es difícil de rastrear. La mala fama que hoy tienen los políticos tecnócratas (neoliberales que comenzaron a asomarse en los años 70) se sostiene mucho en ello: apariencias elegantes, palabras elocuentes, vestimentas pulcrísimas, títulos de élite y una publicidad excelente que solo han representado en la memoria colectiva de los pueblos desilusión política, una doble moral en el ejercicio del gobierno, deficiencia económica y altísimos niveles de corrupción; los famosos delincuentes de cuello blanco.

Ante la evidencia de que la buena imagen no necesariamente cumple la promesa del buen gobierno, los últimos 20 o 30 años se han caracterizado por políticos que salen de ese ordenamiento político, estético y comunicacional y buscan romperlo imponiendo nuevas formas, sus formas. Personajes que lucen menos espectaculares toman lugar en la arena pública y encuentran un sitio entre el electorado porque saben señalar la falencia del político tradicional de buena imagen y se identifican con el desencanto de la gente.

El riesgo de estas figuras, exponen los expertos, es su tendencia populista, a la demagogia y al radicalismo. Pero es imposible entender el auge de dichos actores sin reflexionar en el fallido ejercicio de los políticos defensores del excesivo cuidado de esas buenas formas (imagen y palabra), quienes no se preocuparon mucho de que en la práctica sus políticas no resolvieran lo que tenían que resolver. Hoy la comunicación política debe convivir con ambas culturas a la hora de emitir mensajes: la que cuida las formas y la que es disruptiva, sin permitir que ninguna se exacerbe indebidamente.

No obstante, aún hay quien cree que la pura imagen define gobiernos y políticos. Las arteras críticas contra el presidente Andrés Manuel López Obrador en su reciente visita a la Casa Blanca son un excelente ejemplo cuando proponen que el botón del traje o la posición en la silla delatan que México está al borde de perder su soberanía frente al vecino del norte; grupos de comentaristas vaticinan el fracaso de la política exterior nacional basados en la posición de los zapatos del presidente sin darse cuenta de que esa es la causa de su propio atolladero: seguir pensando que la imagen determina lo bueno o malo de la acción política.

Al presidente de México no le haría mal cuidar un poco más los aspectos de su imagen, eso es cierto, pero el despertar de esas discusiones expone problemas de mucho fondo: son justo esos pensamientos, tan deterministas y casi de manual, la base de oposiciones políticas que no han entendido la profundidad política de casos como el de AMLO. Si el presidente está ahí hoy, no es por el planchado de su traje ni por lo lustrado de sus zapatos, mucho menos aún por su forma de sentarse. La imagen puede ser condición, pero nunca será factor determinante.

El problema de sucesos como el de 1960 entre Kennedy y Nixon es que pierden proporción y devienen en paradigmas, formas absolutas, imposibles de cambiar. Pero en política nada es inamovible. Si hay gente que aún hoy se aferra a creer que un buen traje y una buena imagen en televisión o internet es suficiente para ganar elecciones o para definir lo bueno o malo de un político, es muy válido; que sea efectivo es diferente. La realidad demanda entender a la comunicación política como la suma de muchos más ricos y complejos factores.



· De Moragas, M. (1994). Sociología de la comunicación de masas: Vol. III. Propaganda política y opinión pública (Cuarta). Editorial Gustavo Gili.

· Nixon vs. Kennedy: El día que cambio la televisión y la política. (2012, octubre 4). abc. https://www.abc.es/internacional/abci-kennedy-nixon-debate-201210040000_noticia.html

· de 2020, P. G. E. 26 de S. (s. f.). Kennedy vs Nixon: A 60 años del primer debate por TV que cambió para siempre las campañas electorales. infobae. Recuperado 18 de julio de 2022, de https://www.infobae.com/america/historia-america/2020/09/26/kennedy-vs-nixon-a-60-anos-del-primer-debate-por-tv-que-cambio-para-siempre-las-campanas-electorales/




No hay comentarios:

Publicar un comentario