jueves, 25 de agosto de 2022

¿SÓLO DIOS PONE Y QUITA REYES?

Por: Mauricio Villanueva
Est. Ciencias de la Comunicación UNAM
Colaborador de Revista Divergencia

Hay tres cosas de las que no se puede hablar en una mesa: fútbol, política y religión. Dicen que esta regla garantiza la paz en cualquier interacción, pero también es una útil herramienta de evasión que pone de manifiesto, entre otras cosas, la inmadurez de una humanidad que no ha aprendido a sostener diálogos críticos, y en armonía, dentro de sus círculos más íntimos. Erradamente, se ha enseñado a diferentes generaciones que es preferible evitar los temas rasposos y polémicos en lugar de tener una confrontación sobre los mismos que conduzca al pensamiento dialógico y sintético: al reconocimiento de errores propios y a la corrección de nuestra percepción de las cosas.


La política y la religión (excluiré al futbol de esta disertación) tienden a leerse en términos absolutos, lo cual ya implica un problema en sí. La renuencia de una persona a cambiar de credo es tan grande como la resistencia de otras para aceptar que el proyecto político que defienden puede tener errores, que puede no ser el mejor. Ambos campos son comúnmente atacados en su congruencia: por un lado, se exhiben las promesas incumplidas del político por el que se votó convencidamente; por el otro, se señalan las actitudes y comportamientos de las personas que son incongruentes con la moral judeocristiana que profesan y que ha sido ampliamente socializada en un país de mayoría católica y gran comunidad protestante.

La falta de disposición en mucha gente para reconocer los fallos en sus prácticas políticas y religiosas parte de ese absoluto que, además, se personaliza y constituye parte de una identidad: depositamos las acciones políticas y religiosas en el campo de lo privado como justificante de que «nadie más puede meterse en ese aspecto personal» y es preferible no cuestionarlo o no hablar de ello antes que generar un conflicto. Aunque en apariencia esto es sano para la convivencia, también propicia vicios que empobrecen y estancan el nivel de politización en la sociedad, pues evitan la crítica, el diálogo y el cuestionamiento de los fundamentos que sostienen nuestras formas de pensar-actuar.

Así, se es incapaz de mejorar a partir del reconocimiento de la contradicción; se perpetúa la idea de nuestra lectura de la realidad es la verdadera e inequívoca interpretación; se evaden temas de relevancia cotidiana que tienen impacto en la vida pública y, por tanto, nunca se comprenden del todo; se opta por la indiferencia frente a los temas políticos y sociales en aras de conservar la paz; se usa la violencia como recurso amenazante para sostener la convivencia («ya no hablen si quieren seguir la fiesta en paz»). En suma, nunca se construye algo en colectivo, pues se prioriza la visión, el juicio y la posesión individual de la razón; las quejas se colectivizan con el afán de repartir culpas a todos menos a mí.

La política y la religión reflejan otro vínculo dentro de la discusión social que igualmente tiene consecuencias en el nivel y profundidad de la discusión política. Es conocida la expresión «solo Dios pone y quita reyes», emanada del libro del profeta Daniel (Daniel 2:21, RVR 1960) y que en su interpretación es desafortunadamente polisémica. Puede ser usada para imponer la idea de que los titulares de determinados cargos políticos están respaldados y avalados por Dios o que poseen una legitimidad superior a la que el pueblo otorga mediante el voto, de tal forma que el actor político está justificando divinamente para actuar indiscriminadamente, aun si sus actos contravienen la misma moralidad cristiana. Igualmente, sirve para perpetuar la evasión de la discusión política: «¿Para qué peleamos? al final Dios es el que pone y quita reyes».

El sentido original de la expresión de Daniel, sin embargo, nunca fue alguno de esos. Si se lee el pasaje completo, el profeta reconoce la potestad divina después de una revelación que le fue concedida para interpretar el sueño del rey Nabucodonosor (Daniel 2, RVR 1960). Daniel, con su alabanza, no avala al gobierno de sus captores (el imperio babilónico) ni justifica sus acciones. En realidad, el profeta exalta a su Dios y su eternidad, que se ubica por encima de los gobiernos pasajeros y humanos. El sueño era una advertencia de la futura caída del imperio; la expresión apuntaba al reconocimiento de una potestad superior, omnisciente y eterna en la cual Daniel tenía puesta su confianza; pero en ningún momento fue un llamado para desentenderse de la vida política.

La descontextualización de este texto probablemente también ha sido la causa de que comunidades religiosas (cristianas o católicas) no entiendan la importancia de la acción política e incluso por muchos años la hayan satanizado. Que Dios conozca todo, el futuro entre ello, no es excusa para evitar tomar una acción política clara en aras de la justicia y el bien común, por muy mínima que sea, como el voto («¿Para qué votar, si al final es Dios quien pone y quita reyes?»). Y esa acción se propicia desde la conversación, el diálogo y la discusión; la inacción, por su parte, es cosecha de la siembra de silencios, omisiones o evasiones con tal de «preservar la paz en la convivencia».

Cada agosto, las comunidades cristianas de México celebran el mes de la Biblia. Sirva esta conmemoración como excusa para releer, recontextualizar y re entender textos que hemos interpretado a conveniencia y que han atentado contra la generación de una conciencia y madurez política y social siempre necesaria entre los creyentes. Las denuncias de los profetas bíblicos, además de su vital sentido teológico, tuvieron siempre un alto contenido social, político y moral; Daniel trabajó en la administración pública; el rey David tuvo que designar funcionarios en su gobierno; y el apóstol Pablo manifestó y apeló a su condición de ciudadano romano en varias de sus cartas. ¿Por qué, entonces, la feligresía tendría que sostener un hermetismo político? Porque a veces es más fácil decir que «sólo Dios pone y quita reyes», sentarse, callar y «vivir en paz».



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