jueves, 15 de septiembre de 2022

IDENTIDAD NACIONAL, IDENTIDAD POLÍTICA

Por: Mauricio Villanueva
Est. Ciencias de la Comunicación
Comunicación Política UNAM

Tan pronto acabó la Revolución Mexicana, una de las prioridades del nuevo Estado mexicano fue la construcción de una identidad nacional. En aras de la estabilidad del país, contar con un espíritu cultural y político -impulsado, delineado y defendido desde el gobierno– en el cual todas las identidades en disputa se sintieran representadas era fundamental. De tal forma, el nacionalismo cultural mexicano del siglo XX se consagró como la ideología que definió al típico mexicano a través de estereotipos, mitificaciones, valores y, contradictoriamente, muchas exclusiones, demostrando que los proyectos culturales nacionales responden en gran medida a directrices políticas y no a un mero sentimiento de amor o patriotismo.

Cuando frente a lo extranjero se trata de definir qué es lo mexicano, es probable que se piense en ciertas comidas, algunas ropas y determinados bailes que, en lo general, se cree que representan la esencia de la mexicanidad. En cada región del país, sin embargo, existe una variedad de tradiciones que tienden a ser incontables. Por eso, es menester entender que el jarabe tapatío no es el baile mexicano por antonomasia en tanto que Chiapas, Nuevo León o Baja California, por ejemplo, tienen otras tradiciones de danza que no son representadas en esa expresión, pero que son igual de importantes, igual de mexicanas. Lo mismo pasa con la comida o la ropa: ni los tacos representan a todo el país ni el traje de charro es el uniforme nacional en la realidad de las comunidades mexicanas.

Pero aquello que popularmente definimos como mexicano es así porque se ha construido políticamente y de manera arbitraria. En la posrevolución, José Vasconcelos buscó llevar la educación al campo para así «civilizar» a los indígenas e incluirlos en un proyecto ideológico de nación moderna, de cuya construcción ellos no fueron artífices, sino receptores. Ese proyecto educativo fue un trabajo loable en la historia de México, pero al mismo tiempo implicó edificar una cultura nacional desde el centro político y económico del país que no comprendía la realidad de la multiculturalidad mexicana, más bien solo la traducía en sus propios términos y conforme a sus intereses de legitimación política (Pérez, 2011), dado que era el proyecto que iba a guiar al país a los mejores y más modernos destinos.

Como consecuencia, muchas comunidades nunca pudieron consolidar su propio sentido de la mexicanidad frente al poder de la maquinaria estatal. De la mano de los intelectuales de la época se formó un proyecto político-cultural homogeneizador, favorable a la élite (la legitimó políticamente) y distante de la realidad de un pueblo diverso (Pérez, 2011) que fue obligado a renunciar a su esencia por adaptarse a ese constructo de «lo mexicano» una selección específica de elementos culturales que devinieron en estereotipos: presuntos ejemplos de lo que eran la personalidad, la esencia, los valores y los hábitos mexicanos y que, por lo tanto, eran dignos de ser imitados o causa de exclusión en caso de no corresponderlos. El charro, el torero, la tehuana o la china poblana fueron exitosas figuras que el cine, la televisión y la educación pública explotaron como parte de la cultura popular mexicana y en detrimento de la riqueza que albergaban expresiones culturales más locales (Pérez, 2011).

Es por eso por lo que la concentración en las expresiones más «populares»; son pretexto de la unidad nacional omitió y desechó por décadas el papel de culturas subalternas que también representaban la mexicanidad desde sus localidades. El nacionalismo cultural descalificó expresiones étnicas y mestizas que no eran «auténticas»; del pueblo mexicano porque no se reproducían en espacios mediáticos, como el cine y la televisión, ni eran incluidas en los rituales cívicos que afirmaban esa mexicanidad (Pérez, 2011). De ahí el rechazo frente a lo indígena, que siempre se asimiló con el retraso, la indignidad o la pobreza gracias a lo que se reproducía desde la visión elitista de la cultura y en el cine y la televisión, y pese a que todo ello era igualmente mexicano.

En 1950, la televisión mexicana transmitió por primera vez la ceremonia del grito de independencia, quizá el ritual cívico más importante de nuestro país. Este medio de comunicación, gracias a su estrecho vínculo con el poder, aumentó el carácter político de esta ceremonia y de todo el constructo cultural e identitario de lo mexicano. Las noticias y las transmisiones se empezaron a centrar en el presidente como símbolo máximo de la identidad mexicana y como expresión de la unidad política y cultural que se actualizaba cada año con la conmemoración de la independencia y que además lo legitimaba como gobernante (De Bustamante, 2015). La noche de los «¡Viva!» se convirtió con las décadas en una teletradición nacional (De Bustamante, 2015), y el presidente de la república en un importante eje de la identidad y cultura nacional.

En su libro Cultura híbridas (2000) Néstor García Canclini criticó la noción de identidad nacional representada con el Museo Nacional de Antropología, cuya línea rectora la dio el presidente Adolfo López Mateos al anhelar “que al salir del museo, el mexicano se sienta orgulloso de ser mexicano”. Tal como el museo lo muestra, la identidad (y el orgullo) nacional está construida desde y, principalmente, para el centro político de México (la capital); aunque el proyecto trata de abrazar todo, la realidad es que se enfoca y ensalza determinados aspectos de la cultura mexicana mediante el protagonismo que se les atribuye en su organización: la sala mexica en el museo y los símbolos estereotipados en lacultura difundida por los medios de comunicación masiva. Y, tal como en el mencionado museo, aunque nunca da tiempo de ver y apreciar todas las expresiones culturales, siempre se prefiere reafirmar la identidad desde lo quepolíticamente se nos han indicado como lo más auténtico y mexicano y nunca desde lo subalterno, lo indígena o lo desconocido.

Que la cultura, la identidad mexicana, es un proyecto eminentemente político hasta hoy se confirma con los ¡Vivas! Del presidente Andrés Manuel López Obrador en la primera mitad de su sexenio. En 2019, 2020 y 2021 el jefe del ejecutivo agregó arengas por Leona Vicario, los pueblos indígenas, la grandeza cultural de México, las culturas del México prehispánico y los héroes anónimos, todos ellos símbolos de la reivindicación, de la ruptura con el foco cultural construido en el siglo XX que pretende lograr con su proyecto de país. También exaltó en sus gritos a la honestidad, la justicia, la libertad, la igualdad, la democracia y la soberanía como parte de los valores que busca legar a la mexicanidad en su gestión.

De las palabras a los hechos hay mucha distancia y eso amerita otra discusión, pero que la rectoría de nuestra identidad nacional siempre ha estado en manos de los proyectos políticos de la época no debe ponerse nunca en duda. Siempre valdrá la pena cuestionar esa mexicanidad que se ha construido a lo largo de la historia y que reproducimos inocentemente durante las llamadas fiestas patrias. Revisar los procesos políticos y ver a qué premisas ideológicas y políticas responden o respondieron servirá para reevaluar la certeza de lo que en realidad implica lo mexicano.

  • García Canclini, N. (2000). Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Grijalbo [u.a.].
  • González de Bustamante, C., & Cole, R. (2015). «Muy buenas noches»: México, la televisión y la Guerra Fría (J. Roth Kanarski, Trad.; Primera edición electrónica). Fondo de Cultura Económica.
  • Pérez Monfort, R. (2011). “Nacionalismo y representación en el México posrevolucionario (1920-1940). La construcción de estereotipos nacionales” en la idea de nuestro patrimonio histórico y cultural. México, Conaculta, 2011.


No hay comentarios:

Publicar un comentario